Publicado por Orlando Barone.
Es una suerte y una gracia política que haya tanto afán para que el gobierno de Cristina Fernández continúe su mandato. Y que la presidenta al despertarse en Olivos reciba esa energía positiva y optimista que la sociedad emite cada día. La de ciudadanas y ciudadanos que se contienen de injuriarla y de convertirla en objeto de desprecio. Cuánto respeto. Pertenecer al género mujer la beneficia. Desde los vergeles de la patria y desde los púlpitos, y desde la mesa de los almuerzos antediluvianos, y desde cada micrófono, se escuchan palabras de simpatía, conciliación y prudencia. La gente- palabra, concepto oblicuo en que se amontona a un sinfín de sujetos movidos por pasiones e intereses distintos- “la gente”, insisto, sabe reprimir mansamente sus urgencias individuales y vecinales para aspirar a una Argentina unida y sin pobreza. Unida en una hipotética geografía neutra donde los pobres sean felices sin que los ricos paguen ningún costo. Donde cada cual elija: o vivir en La Horqueta o en la zanja. Ir al hospital o a la clínica privadísima. No hay egoísmos. El que más tiene sufre por el que no tiene y si el Estado se olvida de cobrarles impuestos se denuncian a si mismos y van a la ventanilla de la AFIP a pagar de más espontáneamente. Y es gracias a ese impulso justo y solidario y para que la pobreza no exista, que están el poder de la Iglesia, está el ruralismo filantrópico y están los esmeriladores de post grado. Especialistas en papel de lija y en escoplo que tienen tan buena memoria después del 2001 y que han adquirido una sensatez terapéutica. Antes esmerilaban con la cimitarra a la vista y sin anestesia y ahora esmerilan con cloroformo y camouflados entre los propios esmerilados, que a veces no se dan cuenta. Suerte que la presidenta tiene la suerte de la oposición fraterna. Sea la que volvió algo morada de su regreso de Disney World, o la que recién salió mateada de la exposición agraria o la que pertenece a ese limbo del goteo puro sin política. Algunos tienen el mérito patriótico de desear, pero de no poder consumar lo que desean que le pase al Gobierno. Se esfuerzan en controlarse: sobre todo quienes se nutren de la adicción ya incurable de la suntuaria apropiación de la renta. Pero se cuidan de que no les salga espuma de potro ni de vaca por la boca. Y furtivamente se limpian las comisuras. Y a pesar de que la presidenta está con la cabeza más cerca del espejo y del set de maquillaje que de las facturas de gas, no se la condena con infundios y malicias y sin pruebas. Al contrario: se espera constructivamente que gobierne a todos y no a ellos solamente. Y se la celebra comprende cundo viaja o cuando viaja y en cada sobremesa o reunión social la nombran con ternura porteña sin olvidarse del marido. Es una suerte que haya una parte de nosotros, que ya sanados sus nudillos de estropearse contra las puertas del corralito nos hayamos absuelto con cucharadas soperas de amnesia. Y de shopping. Y con la acrítica aceptación del relato incesante. Ese que nos mantiene en excitación de inminente guerra o colapso. Y que nos despierta con la agenda de estar en el infierno. Tiene suerte la presidenta de tanta condescendencia. Aún se la sigue dejando que gobierne.
Es una suerte y una gracia política que haya tanto afán para que el gobierno de Cristina Fernández continúe su mandato. Y que la presidenta al despertarse en Olivos reciba esa energía positiva y optimista que la sociedad emite cada día. La de ciudadanas y ciudadanos que se contienen de injuriarla y de convertirla en objeto de desprecio. Cuánto respeto. Pertenecer al género mujer la beneficia. Desde los vergeles de la patria y desde los púlpitos, y desde la mesa de los almuerzos antediluvianos, y desde cada micrófono, se escuchan palabras de simpatía, conciliación y prudencia. La gente- palabra, concepto oblicuo en que se amontona a un sinfín de sujetos movidos por pasiones e intereses distintos- “la gente”, insisto, sabe reprimir mansamente sus urgencias individuales y vecinales para aspirar a una Argentina unida y sin pobreza. Unida en una hipotética geografía neutra donde los pobres sean felices sin que los ricos paguen ningún costo. Donde cada cual elija: o vivir en La Horqueta o en la zanja. Ir al hospital o a la clínica privadísima. No hay egoísmos. El que más tiene sufre por el que no tiene y si el Estado se olvida de cobrarles impuestos se denuncian a si mismos y van a la ventanilla de la AFIP a pagar de más espontáneamente. Y es gracias a ese impulso justo y solidario y para que la pobreza no exista, que están el poder de la Iglesia, está el ruralismo filantrópico y están los esmeriladores de post grado. Especialistas en papel de lija y en escoplo que tienen tan buena memoria después del 2001 y que han adquirido una sensatez terapéutica. Antes esmerilaban con la cimitarra a la vista y sin anestesia y ahora esmerilan con cloroformo y camouflados entre los propios esmerilados, que a veces no se dan cuenta. Suerte que la presidenta tiene la suerte de la oposición fraterna. Sea la que volvió algo morada de su regreso de Disney World, o la que recién salió mateada de la exposición agraria o la que pertenece a ese limbo del goteo puro sin política. Algunos tienen el mérito patriótico de desear, pero de no poder consumar lo que desean que le pase al Gobierno. Se esfuerzan en controlarse: sobre todo quienes se nutren de la adicción ya incurable de la suntuaria apropiación de la renta. Pero se cuidan de que no les salga espuma de potro ni de vaca por la boca. Y furtivamente se limpian las comisuras. Y a pesar de que la presidenta está con la cabeza más cerca del espejo y del set de maquillaje que de las facturas de gas, no se la condena con infundios y malicias y sin pruebas. Al contrario: se espera constructivamente que gobierne a todos y no a ellos solamente. Y se la celebra comprende cundo viaja o cuando viaja y en cada sobremesa o reunión social la nombran con ternura porteña sin olvidarse del marido. Es una suerte que haya una parte de nosotros, que ya sanados sus nudillos de estropearse contra las puertas del corralito nos hayamos absuelto con cucharadas soperas de amnesia. Y de shopping. Y con la acrítica aceptación del relato incesante. Ese que nos mantiene en excitación de inminente guerra o colapso. Y que nos despierta con la agenda de estar en el infierno. Tiene suerte la presidenta de tanta condescendencia. Aún se la sigue dejando que gobierne.